La pataleta

Y en eso que empieza a llover a saco y mi amiga Momonts y yo entramos en un restaurante de Rambla Catalunya (territorio guiriland). Momonts parece un poco reticente, dice que nos van a tomar el pelo, pero es que llueve mucho, todo está lleno de guiris y aquí hay una mesa libre.
Pues venga, nos sentamos a tomarnos un vinito. Y para acompañarlo, ensaladilla rusa, tortilla de patatas y pan con tomate. Y ya que estamos, morcón ibérico, porque el plato de jamón está a 18,  un pastonazo, pero el morcón sale por menos de la mitad.
Llega el camarero con el vino, la ensaladilla y la tortilla. Las raciones son justitas, pero eso sí, quince palitos insulsos acompañan cada tapa. En el siguiente viaje, nos traen un plato con diez palitos y tres miserables lonchas de morcón. Mi amiga y yo nos miramos. Tres lonchas, 3, sólo tres: una, dos y tres, finitas a más no poder. ¡¡¡Por ocho euros!!!!! Por ahí sí que no. Llamamos al camarero:
—Oye, ¿qué es esto?
—El morcón ibérico.
—Ya, ¿pero cómo que tres lonchas? ¿Cómo podéis servir tres lonchas sólamente, por lo que cobráis?
—Lo sé, lo sé, pero es así. Va a peso.
—Pero qué peso ni qué nada. !Ya le puedes decir al dueño que no tiene vergüenza!
El camarero pone cara de circunstancias.
—Si yo ya lo sé, si yo pienso lo mismo, pero es que no puedo hacer nada. Aquí no hay dueño. Las instrucciones vienen de Madrid y si dicen que el plato de morcón son tres lonchas, tenemos que poner tres, y si el de jamón lleva cinco, pues sólo ponemos cinco, y las aceitunas dicen que son diez, pues diez, ni nueve ni once, tienen que ser diez. Si yo ya lo sé y ya lo he comentado que es poco....
—¿¿Poco?? !!Esto es una tomadura de pelo!! Díselo de nuestra parte a quien haga falta. Que no pueden cobrar lo que cobran por una ración así de miserable. !Aquí no volvemos! Porque los guiris están aquí de paso, pero los locales que somos los que sí que volvemos, son los que le deberían de preocupar al responsable del negocio.
—Yo lo puedo decir, pero es que no servirá de nada.
—Bueno, tú coméntalo. Que el derecho a la pataleta lo tenemos todos.
—¿A la pata qué?
—¡A la pataleta!
El camarero se va. Al rato vuelve con la botella de vino en la mano:
—Bueno, no puedo hacer nada con las raciones, pero con el vino sí que puedo. Os pongo otra copita.
—Anda, qué bien. Pues muchas gracias.
—Que me sabe muy mal que os hayáis enfadado.
—No, bueno, no te preocupes, si no es tu culpa. Pero es que jamás habíamos visto una ración tan minúscula. Que si no me llego a poner las gafas, ni la veo.
—Ya, ya lo sé. Bueno, aquí os dejo el ticket.
Miro la cuenta: son 14,92 euros sólamente.
—Ostras Momonts, que nos hemos equivocado.
—¿Qué?
—Que el morcón no costaba 8, que cuesta 2,70. Que nos han puesto una tapa, no una ración...
—¡¡Ostias!! Pues la que hemos liado....
—Ya...
—¿Y ahora qué hacemos?
—No sé. ¿Se lo decimos al chico?
—Me da un poco de corte... Si es que le hemos echado la caballería encima.
—Sí... Y además nos ha traído el vino, qué majo...
—Bueno, ¿sabes qué? Primero nos acabamos el vino y si eso, luego vemos qué le decimos al chico.

Y nos fuimos sin decir nada. Porque pensándolo bien, las tres lonchas de morcón, ¡ni que fueran de oro! Y el pan con tomate, por cierto, todavía lo estamos esperando.

Servicios mínimos

Salgo del trabajo a desayunar. En pleno Agosto, es difícil encontrar algún sitio abierto pero al final lo encuentro. Está abarrotado… de sillas vacías. Me acerco a la barra a pedir. La dueña del bar está mirando las moscas. Se acerca con mucha parsimonia a atenderme:
―¿Qué va a ser?
―Un cortado y un croissant.
―¿Un croissant también?
―Pues sí.
Me acerca una bandeja con un plato y con la barbilla señala los croissants. Ah, que me lo tengo que servir yo misma. Bueno, cojo uno y me lo pongo en el plato. Está un pelín pringoso.
—¿Servilletas tienes?
―Ahí atrás.
Vale, ya las cojo yo. Cuando vuelvo a la barra, me ha puesto el cortado en la bandeja. Menos mal, pensaba que me iba a tener que leer el manual de instrucciones de la cafetera.
―¿Azúcar quieres?
―Pues sí, la azucarera me la he dejado en casa...
Del fondo del cajón, saca un sobre arrugado. Está claro que está de servicios mínimos y que en cualquier momento me cierra el chiringuito en la cabeza.
―Cóbrame ahora, así no te molesto más.
―A ver, un café y un croissant: son 2,70 €.
Bien. Pensaba que me iba a cobrar el azúcar, el desplazamiento y la tasa de verano. Le doy un billete de 10.
―Uff, pues ahora mismo no tengo monedas. ¿No tienes más pequeño, ¿no? Bueno, siéntate que iré a buscar cambio aquí al lado y te lo llevo a la mesa. Te deberé 7,30 ¿no?
No, si encima voy a tener que hacerle yo el cálculo...
Me voy a sentar y ella se mete en la cocina. ¿Pero no me ha dicho que se iba a buscar cambio?
En fin. Me tomo el café, me como el croissant.
Me miro las uñas de las manos, luego las de los pies.
Cuento dos semáforos, luego tres. Al cuarto me descuento.
Escribo un SMS, escribo otro. Me contestan el primero, me lo leo, vuelvo a contestar.
Me rasco la pierna. Pienso en las vacaciones.
Suspiro, bostezo, toso, carraspeo.
Muevo la silla ostensiblemente, hago ver que recojo mis cosas.
Han pasado 20 minutos. El self service es total. Me levanto y vuelvo a la barra. Espero un rato, a ver si me ha oído pero nada.
Finalmente, se acerca el marido, que también estaba en modo off porque no lo había visto antes.
—¿Querías algo más?
—Sí, mi cambio.
―¿Qué cambio?
—Pues casi tres euros.
El marido grita:
―¿Oyes eso? Que dice esta chica que le debes dinero.
Sale la mujer de la cocina.
—Sí, es verdad, que como es verano no tenemos cambio. ¿Tienes algo de dinero?
El marido se rasca el bolsillo hasta el fondo, a punto está de hacerse un agujero. Le da el dinero:
―Mira, un euro y medio he encontrado. ¿Falta algo?
Hombre pues sí...
La mujer abre la caja, saca unas monedas, cuenta. Se mete en la cocina, sale con el monedero, saca más monedas, vuelve a contar, coge el bote de la propina, recoge unas moneditas y me da el cambio.
Hay que ver. Unos se van de vacaciones y otros como si lo estuvieran.

Pura lógica

Salgo ayer a la calle en plena canícula. Hay poca gente caminando a estas horas. Intento protegerme del sol caminando debajo de los balcones. De repente, algo llama mi atención: en medio de la acera, dos cosas negras a un metro de distancia la una de la otra. Parecen dos sombreros de bruja... o ropa interior con encage, ¿serán unas bragas? Al acercarme, me doy cuenta de que son dos medias abandonadas. Por lo visto, alguien tenía mucho calor... ¿Pero tanto como para quitarse las medias y dejarlas en medio de la calle? Yo también me muero de calor estos días y no por eso me quito la ropa y la dejo por ahí tirada… No puede ser. Miro hacia los balcones, igual se le han caído a alguien, pero no, ni rastro de ropa colgada por ningún lado.
En ese momento, pasan dos señoras mayores:
—Anda, mira, ¡una chica que se ha quitado las bragas!
—Mujer, ¿cómo se las va a quitar? Se le habrán caído…
—¿Tú crees? ¿Mientras andaba?
—No puede ser...
—Pues pobreta.
—Pues sí, porque mira que ir sin bragas…
—Es que hace mucho calor.
—Ni que lo digas.
Y entonces pienso: ¿y esa pobre chica, según ellas, llevaría dos bragas? Claro, ¡así no me extraña que tuviera calor!